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¿Importa la separación de poderes?

Para México hoy, viene a colación una historia que he contado varias veces, junto con decenas de otros, pero que amerita ser repetida.

Jorge  Castañeda

Amarres

Veremos si en efecto Morena obtiene mayoría calificada en ambas cámaras del Congreso. Mi intuición es que sí: De jure en diputados, de facto en senadores, consiguiendo lo que falte por la vía tradicional (a billetazos). Asimismo, tengo la impresión que López Obrador, con o sin el acuerdo de la nueva Presidenta-electa, buscará enviar por lo menos las reformas al Poder Judicial en septiembre, junto con las del INE y el Tribunal, posiblemente. De tener razón, la separación de poderes en México habrá sufrido un golpe severo, tal vez fatal.

Ahora bien, muchos se podrán preguntar ¿Y qué? ¿Cual es la razón por la que un país sin tradición democrática, dotado ciertamente de constituciones presidencialistas y madisonianas jamás respetadas, debe adoptar un esquema que ni siquiera impera en todos los países democráticos (los sistemas parlamentarios amalgaman hasta cierto punto el Poder Legislativo y el Ejecutivo)? ¿Qué tiene de malo un enfoque “mayoritista”, donde la mayoría existente en un electorado o sociedad determinadas se reproduce en todas las instancias públicas y privadas, desde el parlamento y la Suprema Corte, hasta el Banco Central y los medios? No desaparecen las minorías, están representadas en los ámbitos pertinentes, pero como lo que son: Minorías. No sé exactamente en qué país y en qué época existió algo así, que no haya desembocado en una dictadura en los hechos, más o menos benigna o feroz. Pero a priori, y en abstracto, la idea no merecería ser rechazada de tajo.

Pues sí y no. Depende dónde y cuándo. Para México hoy, viene a colación una historia que he contado varias veces, junto con decenas de otros, pero que amerita ser repetida.

Cuando muere Franco en España, las diversas fuerzas políticas negocian entre ellas tanto la transición hacia un régimen democrático como el diseño de dicho régimen, tomando en cuenta las peculiaridades de la historia española. Decidieron juntos, entre mayores y menores tensiones, el nuevo rey, Adolfo Suárez, Santiago Carrillo, Felipe González y varios más. Las reflexiones de este último, que sólo llegó al poder en 1982, cinco años después de la entrada en vigor de la nueva constitución, son especialmente pertinentes.

En síntesis, Felipe pensaba que había que proteger a España de sus propios y centenarios demonios, que condujeron a la guerra civil, pero también a la Falange, a la terrible decadencia del siglo XIX, a todo el franquismo. Los españoles no podían confiar ni en mecanismos tradicionales ni en sí mismos, para evitar una recaída. De allí, un doble dique de contención contra los fantasmas del pasado.

Uno era la monarquía. Por lo menos, pensaban todos ellos, si otros tuvieran la tentación de volver a ese pasado, el rey, como comandante en jefe de las fuerzas armadas, constituiría un valladar. Así se comprobó el famoso 23F. Las autonomías, también: Un estado central aplastante era más fácil de convertir en un estado autoritario que un conjunto de gobiernos regionales con elevados grados de autonomía.

El otro dique de contención, sobre todo para González, era el exterior. La democracia de España era demasiado importante para dejarse en manos de los españoles. De allí su giro a integrar a España a la OTAN y a la Comunidad Económica Europea. Pensaba que esas dos “anclas externas” asegurarían la perpetuación de la incipiente democracia española, y hasta la fecha, 40 años más tarde, ha tenido razón. Separación de poderes (que le costó a González en su enfrentamiento con Garzón), autonomías (costosas y latosas: Ver Cataluña hoy y el País Vasco en los ochenta), monarquía (complicada, gracias a los amores y los elefantes de Juan Carlos I). Pero el resultado de todo esto es un país moderno, próspero, democrático y respetado en la comunidad internacional. Not bad para la tierra del Generalísimo, de Primo de Rivera y de Cara al Sol.

¿México puede prescindir de este tipo de autodefensas? Nuestros demonios -decenas de golpes, guerras e insurrecciones en el siglo XIX, seguidas de una dictadura de 30 años, de una revolución de un decenio, de otra dictadura, más benigna, durante otros setenta- ¿acaso son menos malignos que los españoles? Yo creo que no. No existe una OTAN y una CEE que nos cuide; Salinas y Córdoba pensaron acertadamente que el Tlcan nos blindaría contra delirios macroeconómicos, pero hasta allí. No nos queda más que la separación de poderes, no debido a sus virtudes intrínsecas -me disgusta el culto a la negociación por sí misma- sino a una historia y un presente que debe sensibilizarnos a todos. Por eso me aterran la ventana de septiembre y el carro completo.

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