Subir la sierra
Estuve lejos del hogar por casi un mes, y fue una experiencia aleccionadora.
Al inicio de la adolescencia tuve la oportunidad, y privilegio, de pasar unas semanas en la Sierra Alta, por el rumbo de Nácori Chico. Don Juan Navarrete y Guerrero, entonces obispo de Sonora, nos invitó a un primo y un amigo a acompañarlo a unas vacaciones en un rancho donde los seminaristas pasaban los veranos.
Estuve lejos del hogar por casi un mes, y fue una experiencia aleccionadora. Para viajar había que llevar unas cajas de madera para acomodar ropa y lo necesaria, porque una parte del trayecto viajarían, las cajas, a lomo de mula.
Una mañana temprano salimos en caravana dos picku ps y una “troca” de redilas donde iban acomodados los cajones de madera y arriba de ellos los “tendidos” para pernoctar si fuese necesario. Ahí nos colocaron a César, Manuel y a mí; nos acompañaba el padre Roberto Montaño, y fuimos cómodos, medio cubiertos con una lona y al aire fresco del camino.
Saliendo de Hermosillo tomamos un camino de terracería, no había pavimento aún, y seguimos hacia Ures. En El Gavilán atravesamos la exigua corriente del Río Sonora y proseguimos hacia la antigua capital de Sonora. Ahí nos recibió el padre Fimbres, ya entonces un poco cacique amable y espiritual de aquella parroquia. Nos tenía preparada una comida opípara de la que recuerdo las tortillas de harina grandes, frijoles, queso y otras delicias.
Continuamos a Mazocahui por una brecha regular, viendo el cauce del río abajo y a lo lejos. Llegamos al pardear la tarde: Tenían alojamiento para el obispo y los sacerdotes; nosotros seguimos en la caja de la “troca” maravillados con el firmamento estrellado. A los 12 ó 13 años podíamos dormir dondequiera.
A la mañana siguiente nos ofrecieron un desayuno de huevos con verdura, frijoles, queso y tortillas de harina.
Saldríamos hacia Moctezuma. El camino, nos avisaron “tiene más de 300 curvas, traten de no marearse.”
Fue un trayecto largo, con curvas, saltos, y un paisaje que iba cambiando de tonos amarillentos a más verdes conforme subíamos. En un momento vimos unos venados a lo lejos; alguien divisó guajolotes silvestres y decidió cazar alguno para la cena. Les disparó con pistola, tiro difícil de lograr, y cuando al primero no acertó y no hubo desbandada, comprobó que eran unos leños secos…
Traíamos “lonche” y arribamos a nuestro destino a media tarde, pero un arroyo crecido nos demoró unas horas, y entramos a la población al anochecer. Nos alojaron en una casona señorial en el centro del pueblo, nos ofrecieron una buena cena y dormimos en un cuarto grande con tres catres bastante cómodos, luego de haber pernoctado en la caja del camión.
El nombre original del poblado es Oposura, palabra ópata que significa “Lugar de palo fierros”, pero en 1828 el Congreso del Estado lo cambió a Moctezuma para honrar a un ministro del Gobierno federal con ese apellido, y que nunca pisó estas tierras. Prefiero el nombre ópata al náhuatl, deberíamos recuperarlo. Lo mismo pasó con Hermosillo y el antiguo Pitiquín.
El templo de Moctezuma es magnífico y me asombró la techumbre de anchas vigas de mezquite, ya centenarias.
De ahí fuimos a Granados. Ahí hay una escuela de religiosas con internado donde ofrecieron a Don Juan una velada que incluía una pequeña comedia bien actuada que me hizo reír mucho.
Pasamos por Huásabas y cruzamos el Río Bavispe en pangas rumbo a Bacadéhuachi. Una larga subida que pasa por el desfiladero conocido como la Cruz del Diablo. Otro día completo hasta llegar al destino donde nos alojaron en la sacristía de la Iglesia de Nuestra Señora de Loreto, un bello templo colonial, antigua misión jesuita.
Al día siguiente saldríamos hasta un punto donde terminaba la brecha. De ahí el obispo y los padres irían a caballo, las mulas cargadas con el equipaje y los chamacos caminaríamos para subir una sierra, llegar al “puerto” y bajar al Rincón de Guadalupe…
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