Legitimidad
Las elecciones recientes fueron legales, pero no imparciales
Entre los análisis que explican la derrota de la oposición en la contienda electoral abundan las deliberaciones superficiales, las que le atribuyen a la candidata la derrota, señalando -con una argumentación endeble-, que no debió ir acompañada por los partidos, adicionalmente les otorgan el fracaso a las dirigencias partidistas, sin señalar que uno de los más objetados es el partido gobernante y su dirigencia y que en sus filas proliferan los impresentables.
En relación al acompañamiento partidario, el oficialismo tiene a dos socios que poseen una trayectoria en la que la desvergüenza es su mayor aportación.
Las elecciones recientes fueron legales, pero no imparciales, eso es lo primero que habría que asentir para hacer un examen serio, antes de lanzar conjeturas ausentes de rigor y honestidad, quien argumenta omitiendo esto de principio persigue otro propósito.
Muy pocos explican que el proceso fue viciado por la indebida intromisión del presidente de la República, sumando la inmoderada colonización o destrucción de los instrumentos que el Estado mexicano había construido durante décadas para darnos elecciones equitativas, entendiendo esto como justas.
La actuación del organismo depositario de la confianza ciudadana, INE, fue deficiente y omisa, su presidenta y algunos de los consejeros se convirtieron en cómplices de los atropellos, nunca el poder fue sancionado ni advertido de castigos después de las constantes injerencias presidenciales.
El Tribunal Federal Electoral fue mermado en su integración y después avasallado, acusándolos de inmerecidos privilegios y que sus fallos correspondían a intereses partidarios, al final lo debilitaron y alevosamente asaltaron la presidencia de la institución poniendo en su lugar a una magistrada de su confianza.
Estas flagrantes muestras de favoritismo se dieron con el indudable contubernio del INE, quien invariablemente respondía tardíamente a las ilegalidades para pedir que la presidencia retirara las evidencias de los ultrajes -los videos de las conferencias presidenciales-, cómo si después de un asesinato -cometido a la vista de todos-, la autoridad responsable en vez de aprehender al homicida y castigarlo, saliera apresuradamente a desaparecer el arma.
Los inmensos recursos de origen incierto usados ilegalmente en precampañas y campañas, sin ninguna fiscalización u observación, miles de bardas, millares de espectaculares e infinidad de medios usados ilegalmente con la connivencia y anuencia de las autoridades electorales, otro abuso, los Siervos de la Nación, personal contratado y pagado con recursos públicos cuyo fin fue el de amedrentar a los votantes y hacer promoción electoral a favor de Morena.
El descrédito constante de la candidata opositora en voz del mandatario, acusándola de corrupta sin ninguna prueba, ventilando ilegalmente sus declaraciones fiscales entre otros agravios, cometidos por un poder exacerbado y sin control que estaba obligado a la imparcialidad.
Estas conductas sumadas a muchas otras, cómo el uso patrimonialista del Estado, son una prueba para la nulidad en cualquier democracia, no obstante, ante las manifiestas evidencias se escoge el silencio o el razonamiento frívolo. Los intereses personales se sobreponen a los generales, cómo la igualdad de condiciones en la competencia electoral, el resultado final es la erosión institucional.
Umberto Cerroni (Reglas y Valores en la democracia, pág. 133) lo resume así:
“Podría decirse que las instituciones anudan a la sociedad civil con la sociedad política; los intereses particulares con los intereses generales; el mundo existencial con el mundo ideal: Garantizan así la vida de los individuos...”.
No se afirma que no hubo errores en la coalición opositora o que esta estaba constituida por una agrupación de virtuosos, sino que el oficialismo triunfó legalmente, pero no legítimamente.
Para gobernar en una democracia, esta condición es imprescindible.
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